“Saber escuchar a los profetas que Dios nos envía para tomar conciencia de los pecados de los cuales no nos damos cuenta”, afirmaba el Papa Francisco el 13 de enero del 2020. Ilustraba su afirmación recordando que hay errores —pecados— de los que somos ciegos o queremos hacerlo. El rechazo a la verdad y la terquedad del corazón hunden en la incredulidad, y “ningún profeta es bien recibido entre los suyos”, lamentaba Jesús el domingo pasado (cf. Marcos 6, 1-10). Ciertamente, el papel de los profetas (del griego: pro-femí = hablar en nombre de otro) supera la simplista predicción de fechas, acontecimientos catastróficos, revelaciones convenientes o curiosas —como el caso de Nostradamus—, y sobre todo supera el “decir a la gente lo que ella quiere escuchar para calmar su conciencia”.
Todo lo anterior va perfilando el rostro de los “verdaderos profetas”, aquellos que en el campo de la Fe bíblica, pero también por aproximación conceptual, en la historia de la Humanidad han acertado en sus palabras, como Gandhi, Luther King, etc. tenidos por profetas en las causas sociales recientes. Pero: ¿cuál es el rostro del profeta en relación a la VERDAD? La Buena Nueva de mañana indica claramente:
1) Que no es un “negocio personal” al que se adhiere como “modus vivendi”: Amós (del hebreo = “el que lleva la carga”) afirma no ser “profeta ni hijo de profeta”; es decir, no estar en el floreciente negocio de las predicciones favorables al rey o la corte, sino “haber sido enviado por Dios” para ser signo de contradicción y tropiezo para la perversión de la corte de Israel. Jesús envía a sus apóstoles a ir “sin estar perdiendo el tiempo y cuidado en las cosas” (el vestido, el dinero, etc.), pues la situación del mundo es siempre emergente.
2) Que no se opone con su vida a lo predicado, es decir, tiene o lucha por tener la marca de la coherencia de vida, como bien indicaba San Pablo VI: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros es porque son testigos” (Exhortación “El anuncio del Evangelio”, 4). Punto fundamental y requerido hoy más que nunca ante la desilusión “en todos los campos”: económico, político, religioso, e incluso en las incertezas del científico actual (se piense en tantas contradicciones sobre la pandemia y su solución). La incoherencia, en el caso de los profetas, lleva a la esquizofrenia grave, al punto de que, “si no se vive como se piensa, se termina pensando como se vive” (Gabriel Marcel, 1889-1973).
3) Sobre todo que conoce y busca comunicar la VERDAD: es decir, no es vocero de la irracionalidad, de la antinaturalidad —pues la naturaleza tiene su propia “ley natural”— como “caña agitada por el viento de las ideologías”, de las pulsiones sociales y menos de las conveniencias del populismo, de la búsqueda del mismo en las redes sociales, etc.
4) Que comienza su profecía, su fidelidad a lo verdadero en su propia casa: donde todo padre y madre son “profetas” ejemplares para sus hijos, hoy lastimosamente más seguidores de Facebook que de las voces de los progenitores, Profecía —la de familia— hoy en desgracia o por el “silencio desinteresado de los padres ausentes” (Papa Francisco), o por la pérdida del rol paterno, modelo de verdad, de conducta propia de lo masculino —y en el caso de las madres, de lo femenino auténtico—. Que el modelo de San José, profeta “que nunca habló” en la Biblia, y propuesto providencialmente por Papa Francisco para este tiempo difícil para todas las familias, sirva para ir más allá de las palabras, en la profecía silenciosa pero efectiva de las verdades de la fe, obediencia y perdón, comenzando por la propia casa.