Queridos hermanos:
Una de las verdades más importantes de la Fe Católica es que todo aquello que conocemos de Dios, se ha revelado plenamente en Jesucristo su Hijo; revelación preparada ya en el Antiguo Testamento de la cual gozamos nosotros como “cristianos del Nuevo Testamento”.
Así lo indica la Carta a los Hebreos (1,1). Vale la pena afirmar esta verdad pues en los tiempos actuales abundan los “visionarios, fundadores de iglesias, iluminados, etc.” que dicen que “el Señor les ha revelado algo”; ¡cuidado con estos “profetas” que en el fondo cumplen lo que advierte San Pablo: “Satanás se disfraza de ángel de luz” (2 Corintios 11, 14).
Y sin embargo, en ocasiones también podemos rechazar al enviado de Dios, al verdadero profeta porque no dice lo que queremos o no se presenta como nos gusta, ¡cuidado también con el “pecado de los ojos” -como dice 1 Juan 2, 16– y buscar predicadores que más parecen artistas de boutique, asociados a la vanidad de este mundo!.
Por ello el Señor habla a Jeremías y aunque le promete su asistencia siempre sabemos que es un profeta rechazado, figura del rechazo del mismo Señor en su tiempo.
En el Evangelio se nos muestra esta dura verdad: sus paisanos, los “nazarenos” habitantes una aldea insignificante están llenos de orgullo, rechazan a Cristo porque es “uno de por aquí, de familia conocida”. Le rechazan también porque habla de un Evangelio y de una salvación “abierta a todos” al estilo de Dios que no hace distinción de personas (Hch 2, 34, Rm 2,11) cosa tan dura para el “nacionalismo judío” de ese tiempo, ¡es tan fácil y agradable ser como los nazarenos, sentirse parte de un grupo de perfectos, de destinados a la salvación y caer en el desprecio a los demás, olvidando que “todos somos pecadores”! (Papa Francisco).
La segunda lectura de la 1 Corintios nos da una clave para discernir al “verdadero Evangelio y a los verdaderos profetas y predicadores”: son aquellos que anuncia y viven el “rostro del amor”, no busca la gloria, no se engríe, no piensa mal, todo lo soporta, todo lo concede, todo lo cree.
En medio del “supermercado de la oferta religiosa” tan degenerada y subjetiva de nuestro tiempo, no rechacemos a todos aquellos que durante el año que aún inicia serán como Jesús, mensajeros humildes pero verdaderos de la Palabra de Dios. No caigamos en el error de “buscar predicadores que en fondo sean la concretización de nuestro materialismo, orgullo, vanidad” u ofrecedores de “bendición y riqueza” pues “No se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24ss).
Que como María Santísima, Nuestra Señora de Lourdes busquemos la verdad en la sencillez y la sencillez como camino a la verdad, ella se reveló a una pobre campesina, Santa María Bernarda.
Encomendemos a nuestros enfermos en este mes destinado a la oración por ellos, recordando que la “revelación de Dios y el encuentro con Él” son siempre misteriosos, inesperados, como él dice: “Estuve enfermo y viniste a verme… lo que hicieron a mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicieron (Mt 25, 40).