Que la Semana Santa procede en su núcleo de los primeros años cristianos lo testimonia, entre muchos con los Santos Padres, el relato de la peregrina española Egeria a Jerusalén, en el siglo IV: “Los cristianos reunidos, recordaban los acontecimientos de Cristo, marchando del Monte de los Olivos a Jerusalén”.
La entrada de Cristo a Jerusalén para iniciar su Pasión, indica que llegó montando un burrito en signo de humildad, y según la profecía de Zacarías (Zac 9, 9), que las gentes le proclamaban “Bendito” como a David cuando entró a Jerusalén y que “ponían sus vestidos y ramas cortadas” a su paso. La tradición indica que las ramas eran de palma, como signo de la victoria, pero también del martirio y algunos otros mencionan los olivos.
Las dos plantas indican su destino:
1) Palmas de victoria: palabra esta que señala un triunfo pero que surge de la misma raíz “vic, de sacrificio de víctima”;
2) Olivos: puesto que con su aceite se habría de marcar al “Mesías o ungido”, tal y como la tradición indica que se hacía con los corderos destinados al sacrificio.
Jesús viene del Monte de los Olivos e iniciará sus sufrimientos redentores en ese mismo lugar llamado precisamente “Gat-Shemaním” (“molino de olivos”, Getsemaní), del cual decía San Jerónimo que era un nombre apropiado porque allí inició Él sus dolores, sudando sangre, siendo traicionado, como el olivo se destruye para producir el óleo tan apreciado.
Una conclusión global es clara: Jerusalén no será el lugar del triunfo populista del Cristo, sino el escenario de su rechazo y de su muerte porque “él sí es un verdadero profeta de aquellos que mueren en Jerusalén” (Lc 13, 34).
Además, siempre según Lucas, quienes acompañan a Jesús aclamándolo no son las gentes embriagadas de una solución rápida y gratuita, sino solo sus discípulos: aquellos que en su caminar con Cristo habrían aprendido a ver las cosas de un modo diferente. La muchedumbre, presa de lo inmediato y de sus temores e intereses volverá a alzar su voz para pedir la muerte del que comenzó aclamando, por ello, luego de la lectura de la “entrada triunfante en Jerusalén” se escuchará la Pasión y se podrá advertir fácilmente el “cambio de opinión y de voto popular” de los hijos de Jerusalén: “Crucifícalo, que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos” (Lc 23, 21: Mt 27, 25).
De este modo, la Liturgia de este día no es engañosa: denuncia, hace ver la variabilidad del espíritu humano, su poco amor a la verdad completa y en el fondo, el drama de su confusión y pobreza creciente. Tan creciente como las ofertas de salvación sin cruz que traen Mesías de prosperidad sin honestidad. Queda abierta otra posibilidad: la de entrar con Cristo en Jerusalén —es decir la sociedad de siempre—, siguiendo el burrito humilde de un rey humilde. Ella es la actitud de los discípulos auténticos que rechazan el poder del éxito y del bienestar “de ocasión” y tienen el don del Espíritu para resistir a lo injusto y compartir a fondo la suerte de los que dicen la verdad, la justicia y aman hasta la entrega de la propia vida.
En palabras de Papa Francisco a los jóvenes cuya jornada se ha celebrado en esta fecha: “El amor, la entrega no son negociables. A la tentación del triunfalismo propuesta por el mal, Cristo responde con la entrega en humildad” (Domingo de Ramos, 14 de abril del 2019).
Que esta Semana Santa, aún con efectos de pandemia, encuentre humildes seguidores de quien se entrega asumiendo dolores que no merecía, de quien muere perdonando a sus ejecutores y poniéndose en manos del Padre y que sus discípulos en un mundo hedonista y ególatra se animen a no separar el dolor necesario del amor verdadero, a ejemplo del Señor de Domingo de Ramos… de palma y olivo.