Mensaje de Monseñor Víctor Hugo Palma, Obispo de la Diócesis de Escuintla
Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo; el Reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza; el Reino de los Cielos es semejante a la levadura. Bastan estas frases iniciales de las tres parábolas para darnos a entender que Jesús nos esa hablando de un Reino “de los Cielos” que sin embargo se encuentra “en la tierra”. Sólo en la tierra, de hecho, hay espacio para la cizaña y para el crecimiento; solo en la tierra hay una masa para la levadura. La parábola del grano de mostaza que se transfroma en un árbol indica el crecimiento del Reino de Dios en la historia.
La parábola de la levadura indica también el crecimiento del Reino, pero un crecimiento no tanto en extensión sino en intensidad; inidca la fuerza transformadora que él posee hasta renovar todo. Estas dos últimas parábolas fueron fácilmente comprendidas por los discípulos. No así la primera, la de la cizaña. Dejada la multitud, una vez solos en casa, le pidieron por ello a Jesús: “Explícanos la parábola de la cizaña en el campo”. Jesús explicó la parábola; dijo que el sembrador era él mismo, la semilla buena los hijos del Reino, la semilla mala los hijos del maligno, el campo el mundo y la siega el fin del mundo.
La Iglesia misma es un campo, dentro del cual crecen juntos grano y cizaña, buenos y malos, lugar donde hay espacio para crecer, convertirse y sobre todo para imitar la paciencia de Dios. “Los malos existen en este mundo o para que se conviertan o para que por ellos los buenos ejerciten la paciencia” (San Agustín). Los escándalos que de vez en cuando sacuden a la Iglesia, por tanto, nos deben entristecer, pero no sorprender. La Iglesia se compone de personas humanas, no sólo de santos. Además, hay cizaña también dentro de cada uno de nosotros, no sólo en el mundo y en la Iglesia, y esto debería quitarnos la propensión a señalar con el dedo a los demás. Erasmo de Roterdam, respondió a Lutero, quien le reprochaba su permanencia en la Iglesia Católica a pesar de su corrupción: “Soporto a esta Iglesia con la esperanza de que sea mejor, pues ella también está obligada a soportarme en espera de que yo sea mejor”.
El tema principal de la parábola no es el trigo ni la cizaña, sino la paciencia de Dios. La liturgia lo subraya con la elección de la primera lectura, que es un himno a la fuerza de Dios, que se manifiesta bajo la forma de paciencia e indulgencia. La paciencia de Dios no es, por lo demás, una simple paciencia, esto es, esperar el día del juicio para después castigar con mayor satisfacción. Es longanimidad, es misericordia, es voluntad de salvar. En el Reino de un Dios así no hay lugar, por ello, para siervos impacientes, para gente que no sabe hacer otra cosa que invocar los castigos de Dios e indicarle, de vez en cuando, a quien debe golpear. Jesús reprochó un día a dos de sus discípulos que le pedían hacer llover fuego del cielo sobre los que les habían rechazado (Lc 9,55) y el mismo reproche, talvez, podría hacer a algunos demasiado diligentes en exigir justicia, castigos y venganzas contra aquellos que representan la cizaña del mundo.
También a nosotros se nos pide la paciencia del dueño del campo. Debemos esperar la siega, debemos esperar como hombres que hacen propio el deseo de Dios de “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tm 2,4).