De la famosa predicación “fallida” de Pablo de Tarso a los filósofos epicúreos y estoicos en Hechos 17, resalta el adjetivo con el que se adoraba a un “dios desconocido” (griego = angnóstos theós): perspectiva por lo demás común en el mundo antiguo, y también en el actual. Un “dios así” se prestaba a dos sentimientos:
1) El temor ante todo, pues podría ser alguien antojadizo, vengativo, gustoso de la humillación y manipulación de la Humanidad. Dicho miedo/temor hacía, al menos en el mundo grecorromano, que en las invocaciones “por nombre” de los dioses y diosas se dijera: “Yo te pido, oh dios(a) “fulano(a)”… “ob sub altro nomine invocatur volueris” (“excepto que quieras que te invoque bajo otro nombre”), como diciendo: “Si no acierto me cae un rayo”.
Sí, un terror fatal que llevaba —y puede ser que lleve— a la religión de aplacamiento, de agrado por medio de cosas ofrecidas: a un cierto “comercio” religioso: “yo te alabo y tú me bendices o al menos no me golpeas”. Claro, en la reacción iluminista y racionalista de los siglos del XVII al XXI, ese “deus tremendus” no tiene lugar: es mejor liberarse de él por la ciencia y la razón viviendo, como decía San Agustín, “como si Dios no existiera”);
2) La manipulación: es decir, la creación de “ídolos” que al final son la concretización de los deseos, casi siempre desviados, de la conciencia humana: hacer un “dios propio” (ídolo, viene de “Id”: lo propio, como la id-entidad, el id-ioma) al que se le paga tributo en el comercio religioso ya indicado, pero que al final es una “máquina de los deseos o aspiraciones”. Es más, aún el Dios cristiano es adorado en ocasiones en esa perspectiva: la que une “culto y corrupción, culto e injusticia, culto e inmoralidad”.
La novedad del “Dios con rostro” de Jesucristo, celebrado mañana como “Santísima Trinidad”, consiste en su actitud hacia el hombre:
1) Se trata de un “Dios que es una familia”: el Padre es el amante, el Hijo es el amado y el Espíritu el amor que los une (San Agustín de Hipona). No hay una personalidad oscura, lejana o “inhumana”, si se recuerda que en el Hijo Dios se hizo “hombre verdadero”;
2) La huella del paso de ese Dios no son las destrucciones, las pandemias, las bendiciones de las fortunas mal habidas. Su “nombre es misericordia” (Libro del Papa Francisco, 1201.2016): Dios descrito curiosa y acertadamente por el poema árabe: “Tú no tienes un recipiente —hoy diríamos un disco duro— donde guardes una a una mis culpas, sino un vaso preciado donde recoges también una a una mis lágrimas”.
Un Dios “Padre” autor de la “casa común” y con tal deseo de que se le encuentre y ame que —como bien sintetizó San Agustín— “Dios tiene sed de que tengamos sed de él” (cf. Catecismo, 2560);
3) Un Dios tan cercano en su “encarnación” —excepto en el pecado, pues sería contradictorio— que es imposible dejar de ver en su crucifixión “todas las heridas humanas” (Papa Benedicto XVI), y no tomarlo como modelo de la “cercanía especialmente a los más pobres y sufrientes”, la mayoría de la Humanidad (Papa Francisco);
4) Un Dios que siendo Espíritu Santo no se identifica con una “descarga eléctrica de show religioso”, con un estado de “ataraxia” o “éxtasis”, sino ante todo como motor del “don suyo más grande y excelente”, aquel de la Caridad (cf. 1 Corintios 13, 2ss) al estilo de Pedro de Betancur o Teresa de Calcuta. Por ello: del otro “dios”, el creado por la idolatría humana del dinero, el poder y el placer, mejor “no, gracias”.
Y sí al Dios Trino y Uno, revelado con palabras y acciones amorosas por Jesucristo, aunque aún incomprensible para muchos, lastimosamente por el mal testimonio de los que se dicen sus “creyentes” (M. Gandi).