El mes de noviembre inicia con dos momentos cristianos solemnes: las celebraciones de Todos los Santos y la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos: ver a los que están más allá del presente. Acá brilla la esencia de la fe cristiana, aquella en la resurrección. En el lenguaje bíblico se trata de la “anásthasis” (o “ponerse de pie”) contrario a la posición horizontal del fallecido. Resurrección —del latín “resurgere”— o resurgir, toca el significado de la vuelta a la vida. Como bien lo decía Tertuliano (160–220 d. C.): “Somos cristianos porque creemos en la resurrección”.
La vuelta a la vida y el señorío de Cristo serán los nuestros, por el bautismo y por una vida, que imite la del primer resucitado, el mismo Señor Jesús. Y es aquí donde se evidencia la realidad del “creer”: en el vivir según lo que se espera, lo que se aprecia incluso más que la vida presente, el futuro diferente y pleno que viene luego de la vida actual.
En la Buena Noticia de mañana, los saduceos, no creyentes en la resurrección y muy dados a vivir, como dice una propaganda “la vida es ahora”, proponen a Jesús un famoso dilema que ya existía en la tradición rabínica saducea, es imposible que la mujer de todos los muertos, si hubiera resurrección, sea legalmente de alguno, por el vínculo matrimonial en vida. Aquellos saduceos encarnan muy bien la mentalidad actual que vive “etsi Deus non daretur” “como si Dios no existiera”, y con ello, como si resucitar fuera una mentira, una quimera. Richard Dowkins (1964) biólogo evolutivo y profeso ateo, autor de la frase: “Puede ser que Dios no exista. Por lo tanto, deje el miedo y comienza a vivir tu vida”, secundado por otros como Javier Alonso López (1967), autor de «La resurrección. De hombre a Dios», afirman que, si no la prueba la ciencia, la resurrección no se da y que es como un pensamiento consolatorio que llena el vacío que deja la sensación de la muerte.
La discusión en torno al tema viene desde el inicio de la fe cristiana como “duda de si Cristo resucitó” y sobre “cómo será esa vida llamada plena, luego de esta en la que algunos la pasan muy bien”. Es que la ciencia, que no reconoce sus propios límites incluso en su campo de investigación, afirma lo que no comprende, la resurrección de Cristo y de los cristianos es “real pero más allá de la historia comprobable” puesto que tiempo y espacio no valen ya para los resucitados, como incluso afirman su valor relativo las nuevas aplicaciones de medición del espacio exterior. El tema existencial sin embargo no varía, el que profesa la Fe en la resurrección, no tiene una simple nostalgia, sino una certeza que le llevaría a vivir según lo que cree y espera.
La fe en la resurrección condiciona la operatividad de la justicia, de la fraternidad, de las inversiones de todo tipo, del respeto al cuerpo; este último objeto de trastornos ideológicos —como el transgenerismo— nacidos del materialismo más radical. Incluso el humanismo filosófico más famoso se equivoca, como con Cicerón (143-103 a. C.) diciendo que “los muertos viven en la memoria de los vivos”, cómo se inscribe fatalmente en el Cementerio General de Guatemala, pues basta que te olviden y dejas de existir (¡!). Que todos lo homenajes, algunos casi al estilo Halloween que se tributan estos días a los difuntos, no decaigan en show, en simple remordimiento por la mala vida que se le dio al fallecido, que la certeza de su pervivencia en Dios condicionen el rumbo, tan breve, de las vidas aún caminantes en el mundo, en pospandemia, en riesgo de guerra nuclear, pero fijos en la gran Verdad: “El Resucitado, con sus heridas de injusticia, es el Señor Jesús, que él nos ayude a ver las heridas de todos lo que aún viven a nuestro lado” (Papa Francisco bendición Urbi et Orbe 12 de abril de 2020).