Antes de su ejecución en el campo de concentración nazi de Auschwitz, el 14 de agosto de 1941, exclamaba san Maximiliano Kolbe: “No temas de amar mucho a María, nunca podrás amarla más que a Jesús”. Ciertamente la importancia de la devoción —no “adoración”— en la Iglesia hunde sus raíces en la Sagrada Escritura, en la Anunciación (Lc 1, 26-38) en la Visitación y las palabras de Isabel a María (Lc 1, 39-45) en la última voluntad de Jesús en la cruz de dejarla como Madre de la Iglesia (Jn 19, 25-27), en su presencia en el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés (Hechos 2, 1-13), etc. Pero, sobre todo, llama la atención la genealogía de Jesús en San Mateo cuando dice que “Jacob engendró a José, esposo de María, de la cual nació Jesús llamado Cristo” (Mt 1, 16), no dice que de ambos.
La Buena Noticia del cuarto domingo de Adviento, a ocho días de la Navidad, recalca ciertamente la Fe de San José en el mensaje del ángel, pero sobre todo la “virginidad de María”, tanto en la promesa de Isaías al afligido Ajaz en tiempo de guerra, de que la almáh (hebreo = virgen) dará a luz un hijo (cf. Isaías 7, 10-14).
Promesa que claramente recoge el Evangelio de San Lucas, narrando que Gabriel fue enviado a la casa de una “virgen (en griego parthénos) en Nazareth”. María, casada civilmente, pero no conviviente maritalmente con José, concibe y da a luz “virginalmente”. ¿Algo anormal? faltaba, claro, que el mismo Dios estuviera contra la vida marital, que es —con todo y los casos de concepción y congelación de embriones, o en el caso de la fecundación in vitro, pasando por los derechos de los niños de una vida normal— faltaba que Dios se contradijera, pues “varón y hembra los creó” (cf Gen 1, 27). Ni contradicción ni nada anormal, sino extraordinario. El sentido de una concepción y nacimiento virginal y sin concurso de la reproducción normal humana, es el mismo de la Resurrección de Cristo, más allá del horizonte conocido, más allá de la cooperación humana buena pero siempre limitada, Dios puede suscitar al que es la Gracia suprema, el regalo supremo de lo divino a lo humano.
Martín Lutero creyó siempre en la Inmaculada Concepción y en la Virginidad de María: «Al llamar (a María) «Madre de Dios» se compendia todo su honor y nadie puede decir algo más grande, aunque tuviera tantas lenguas como las hojas o plantas de hierba que existen, como estrellas en el cielo o arenas en el mar» («Das Magnificat», W 7, 572-573). Más aún claramente afirmaba: “Cristo era el único Hijo de María y la Virgen María no tuvo más hijos que él»… “hermanos” realmente significa “primos” aquí, para la Sagrada Escritura y los judíos siempre llaman hermanos primos. (Sermones sobre Juan, capítulos 1-4.1537-39).
Nacimiento extraordinario, preparado por todas las concepciones de estériles (Sarah, la madre de Sansón, Ana, Isabel, etc.) invita en estos tiempos de experimentos de negocio millonario dizque “a favor de la concepción”:
1) Al respeto a la mujer que “espera un hijo” aún en circunstancias difíciles;
2) A superar la falacia de que el aborto es un “derecho” no penalizable según la OEA (2017), aplaudida por la CIDH 15 de marzo 2022;
3) A valorizar lo que en el estado puramente animal es incomprensible, pero no para lo humano: la virginidad como signo de algo más allá, de lo trascendente, como trascendente fue en su concepción, nacimiento y resurrección el que se espera en Navidad.
El nacimiento de Cristo “lejos de disminuir, consagró la integridad virginal” de su madre. La liturgia de la Iglesia celebra a María como la Aeiparthénon, la “siempre-virgen” (cf. Concilio Vaticano II, Lumen Gentium 52).
Acompañados de la Fe de San José, que la proximidad de la Navidad invite a meditar el misterio de la vida del no nacido —aunque concebido por la vía normal— a la luz por lo extraordinario. Desde ahora, iluminados por Virgen Madre: Feliz Navidad.