De la persecución hacia el bien decía François de la Rochefoucauld (1613-1680): “El mal que hacemos no nos trae tanta persecución y odio como nuestras buenas cualidades”.
Es decir, en todos los campos la reacción a la verdad que se opone, aún sin violencia, contra el error y sus derivados, ha sido el arma innegable para la destrucción de pensadores y pensamientos allegados a dicha verdad. Pero vale recordar la observación de Alexander Hamilton (1757-1804), uno de los fundadores de Estados Unidos: “En política como en religión, es absurdo intentar ganar adeptos por sangre y espada, las herejías (NB: errores en su concepto, nota del autor) raramente pueden curarse con la persecución”.
En la Buena Noticia de mañana, el profeta Jeremías, cuyo nombre significa “Yahvéh exalta o eleva”, ve que ese hermoso nombre no concuerda con su destino: es arrojado a un pozo por decir la verdad de la inconveniente unión política con Egipto.
En fin, los “falsos profetas” que decían al rey lo que le gustaba escuchar —de los cuales siempre hay en todo gobierno humano— logran su desgracia, salvada por un extranjero (Ebed-Mélek o “siervo del rey”) que lo rescata. En sus veintidós siglos de existencia, de la Iglesia Católica se ha dicho que debería agregarse en su Credo que es: Una, Santa, Católica, Apostólica… y Perseguida.
La actualidad de esa persecución en muchas partes es innegable; no solo en las naciones no cristianas, donde el fundamentalismo agresivo comete continuos asesinatos en masa de cristianos y sacerdotes (Nigeria, entre otros), sino también en ambientes postcristianos, y sobre todo de “post-verdad” (donde no hay lugar para argumentos, pues la verdad no importa, sino para acciones de odio).
Dicha realidad es escasamente denunciada por la ONU, envuelta en la defensa de “derechos sin fundamento” como el aborto y en el alegato de “nuevas formas de democracia dictatorial”, como si los cristianos no importaran ni por ser humanos. “Hay dos clases de violencia contra los cristianos: la física y directa sobre la persona y otra más sutil que hace de la corriente del laicismo una especial de dictadura antirreligiosa” (Monseñor Silvano Tomasi, 20º. Asamblea del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, septiembre 2011).
Cuando Jesús advierte de que “no ha venido a traer paz, sino guerra”, sorprende; él es el Príncipe de la Paz como se canta en Navidad, pero habla con el realismo de la historia eclesial de persecución, una vez ella cumpla con su rol de Evangelización desde la Verdad sobre Dios, el hombre, el mundo y la historia. Cuando Él da la paz (cf. Juan 14, 27) aclara que “no es como la del mundo”, donde es posible tenerla en la concesión ante el error, el atropello de la persona, la corrupción en todo nivel y ambiente, en el “silencio de los inocentes”. La afirmación del “Príncipe de la Paz” muerto violentamente en un juicio injusto levanta la esperanza de que ella, la Verdad, es una persona viva, Jesucristo (cf. Juan 14, 5s) y que supera los ataques de sus enemigos, sin transar con ellos: “La verdad siempre triunfa por sí misma, la mentira, en cambio, necesita de complicidades” (Epicteto de Frigia, 55-135 d. C.).
En su mensaje de ánimo fraternal hacia la Iglesia que peregrina en Nicaragua, la Conferencia Episcopal chapina (08 de agosto 2022) invita a perseverar en las horas difíciles de la persecución que viven, sobre todo porque su Señor “estará con ellos hasta el fin del mundo” (cf. Mateo 28, 20).
Que la Inmaculada Concepción les proteja y conforte y que las buenas conciencias, de cualquier credo, reaccionen ante el drama del pozo de Jeremías que vive una Iglesia tan cercana.