El mundo necesita conciencias cristianas que superen la pura mentalidad de “prosperidad material”.
Del perdón afirmaba el dramaturgo español Jacinto Benavente (1866-1954): “A perdonar sólo se aprende en la vida cuando a nuestra vez hemos necesitado que nos perdonen mucho”. Cierto, pareciera que la experiencia de “perdonar” (del griego = per [ =abundantemente] y “dar” [ = regalar, más allá del mérito]) bien se lleva con aquella otra rara experiencia: la de la misericordia (del latín miser = abajarse, y cor = corazón) en cuanto se trata de ver al otro con una mirada diferente del “ojo por ojo y diente por diente” del Antiguo Testamento —que varios grupos fundamentalistas, incluso cristianos, tienen por norma—, cuando Moisés intentó en Éxodo 21, 24 frenar la “espiral de violencia” que parecía regir entre los hijos de Israel, según la Ley de Lamec: “Si siete veces es vengado Caín, setenta lo será Lamec” (Génesis 4, 24), ley que queda abolida por el extraño punto de vista de Cristo en Mateo 5, 24. Y especialmente se la anula ante la pregunta de Pedro sobre cuántas veces se deber perdonar: “Setenta veces siete” (Mateo 18,22).
Sí: un punto de vista extraño, cada vez más lejano de la tradición incluso cristiana y muy presente en un mundo que inicia el 2205 con carreras armamentistas —los que nacimos mucho antes aún recordamos ese término y se daba por superado— en muchas partes del mundo, pero también en la cotidianidad del trato social.
Bien está progresar económicamente, lográndolo en la era de las máquinas hasta con la ayuda de la IA, pero siempre valdrá la “regla de oro”: “Tratar a los demás como queremos ser tratados”.
Extraña y novedosa es la propuesta de Cristo en la Buena Noticia de mañana cuando, superando el simple pacifismo, apunta al horizonte (del griego horizo = mirada hacia adelante) que inaugurará en su propia persona cuando pida en la cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lucas 24, 34). En la enseñanza de Cristo destacan los opuestos: odio/amor, golpe/paciencia, desinterés/interés, propios de ADN de la fe cristiana que el mundo no termina de comprender, pero hacia la cual se sienten atraídos por lo paradójico de esa forma de vida contrastante, al punto que afirmaba Tertuliano (160-220 d. C.) que los paganos, sin entender que se adora a un “muerto que dicen que está vivo” (Hechos 25, 19), al menos admiten la novedad de sus seguidores diciendo: “Miren cómo se aman”.
La misericordia que supera la justicia (cf. Santiago 2, 13) es la que dará la esperanza al mundo: aquella que “no defrauda” (Romanos 5, 5) a la que invita el Papa Francisco en los albores guerreros del siglo XXI. Pero la enseñanza de Cristo, verdadera esperanza del hombre y de la Iglesia (cf. 1 Timoteo, 1, 1 ss) desemboca en la imitatio Dei o imitación de Dios: el “sean misericordiosos porque su Padre es misericordioso” pone al cristiano en una senda que el mismo Papa Francisco señaló en el Año de la Misericordia 2016, invitando a que los cristianos tengamos el ADN de Dios; “Ante todo, nos ha dado el ADN, es decir, nos ha hecho hijos, nos ha creado a Su imagen, a Su imagen y semejanza, como Él. Y cuando uno tiene un hijo, no puede ir para atrás: el hijo está hecho, está allí” (07.02.2017).
El mundo necesita conciencias, y especialmente cristianas, que superen la pura mentalidad de “prosperidad material” como futuro deseado: bien está progresar económicamente, lográndolo en la era de las máquinas hasta con la ayuda de la IA, pero siempre valdrá la “regla de oro”: “Tratar a los demás como queremos ser tratados”. Que hoy, celebrando la Cátedra de San Pedro, oremos por la salud de Papa, y que su “pastoral de misericordia y cercanía” nos haga “misioneros de esperanza” de los que se encuentran con el mero cálculo material, la fuerza de las armas y el argumento —si es que existe— del odio por el odio, pues “vencer y perdonar, es vencer dos veces” (Pedro Calderón de la Barca, 1600-1681).