Un antiguo relato hebreo narra que un maestro preguntaba en clase: “¿Quién sabe a ciencia cierta cuándo amanece?”. Sus alumnos, en broma y con risas, respondían: “Cuando se puede distinguir un perro de una cabra… o un burro de un caballo”. El sabio y paciente maestro declaraba entonces: “Amanece cuando caminas muy temprano, y viendo venir a otra persona, aún sin distinguir su rostro o saber su nombre, dices en tu corazón: Ahí viene un hermano mío”.
En efecto, el descubrir en el otro a un hermano y no a un simple “semejante de la misma especie” es el sentimiento, y mejor aún, la actitud de fraternidad hacia toda persona de la que trata la última encíclica de Papa Francisco, Todos hermanos, tan comentada y acogida en los medio sociales, pues invita a reconocer en el otro una cierta parte de sí mismo, de la Humanidad de la que se forma parte, “más allá de los datos, caracterizaciones y distinciones”, que al final vienen a ser parte de un “momento oscuro”, como el actual, donde la confrontación por las diferencias está a la orden del día: donde los ideales de un mundo reconstruido en ideales fraternos luego de las guerras mundiales, parecen “sueños rotos” (Encíclica Todos hermanos, Capítulo I, No. 9ss.).
Un mundo sorprendido por la pandemia del covid-19 que, paradójicamente, nos ha situado a todos en la misma tempestad, revelando una debilidad natural presente en toda persona sin distinción. “La encíclica del Papa se dirige no solo a los católicos, sino a toda la humanidad, para que prevalezca la fraternidad y la amistad social y ayude a la familia humana a vivir de manera más digna en un mundo donde se respeten los derechos de toda persona, en el que cada uno sea dignamente acogido…” (Cardenal M.A. Ayuso, presidente del Pontificio Consejo para el Diálogo interreligioso).
Cierto, esa pandemia ha mostrado la pobreza en el espíritu de unidad internacional ante su prevención, control y remedio. Por ejemplo, en el tema de la carrera por la vacuna y su mercantilización. Y sin embargo —paradójicamente, repetimos— es la Humanidad herida como un solo ser el que siente en cada redoble de campana una alusión al propio funeral (cf. E. Hemingway “¿Por quien doblan las campanas?” 1940). La vía de la fraternidad, no solo para la solución de un drama puntual, sino como plataforma de encuentro perenne, es doble:
1) El detenerse en el camino de la vida, como el Buen Samaritano, ante el herido que no tiene nombre, pero está necesitado (cf. Lc 10, 25-27; Todos hermanos No. 56ss.). Detenerse y “ponerse en los zapatos del otro” (Papa Francisco, 28 de febrero del 2017) para crear una fraternidad sin fronteras (Nos. 80-83) dejándose interpelar precisamente por el rostro desconocido del forastero, presente hoy en el drama migratorio internacional (cf. Nos. 84-86);
2) La vía imprescindible del diálogo: que bien resume la encíclica en septenario de verbos: acercarse, expresarse, escucharse, mirarse, conocerse, tratar de comprenderse, buscar puntos de contacto. Un extenso camino “siempre por iniciar” (cardenal Ayuso) pero urgente ante los miedos, tambores de guerra, fundamentalismos violentos y, sobre todo, ante un mundo que ya no dialoga, sino se lleva de “las primeras y superficiales impresiones de las redes sociales”.
Nuestro sentimiento de pésame y esperanza cristiana al P. Víctor Ruano, colaborador de esta columna por más de veinte años, ante la reciente pérdida de su mamá, y que sea la Virgen del Rosario, patrona de Guatemala, la que interceda para suscitar la fraternidad por la vía del diálogo en una nación tan plural, pero con una hermosa vocación por sobre todo: la apertura de corazón al mundo entero, concretizado en el hermano que viene por el camino, aunque sepamos su nombre o reconozcamos su rostro.