Queridos hermanos:
El segundo domingo de Cuaresma está lleno de esperanza y es que si emprendemos bien el camino de la conversión, podemos encontrar con dificultades y sombras que nos desanimen; ¡tengamos claro que la vida nueva llega solo después de la muerte del “hombre viejo” que vive en cada uno!…
Por ello la Palabra del Señor nos propone el ejemplo del “caminante en la esperanza” Abraham, si bien su itinerario hacia la promesa de Dios parecía no llegar nunca, hoy el mismo Señor le muestra “ese futuro de vida nueva” al que se encamina, una descendencia como las estrellas del cielo.
Con ese favor de Dios, Abraham se anima de nuevo y recomienza su camino a la tierra prometida. Él bien puede decir las palabras del Salmo 26: “el Señor es mi luz y mi salvación”; ¡dejemos que Dios nos ilumine, pidamos su luz cuando nos parece que es imposible superar las dificultades del camino!.
Es por ello, como decíamos, que este segundo domingo de Cuaresma tiene su centro en la maravillosa escena de la “Transfiguración del Señor”. Jesús camina hacia Jerusalén donde será la víctima de la maldad, de la injusticia y de la violencia del mal contra el bien: el Hijo de Dios será crucificado.
Él sabe del posible desánimo de sus discípulos y a tres de ellos (Pedro, quien será cabeza visible de la Iglesia, Santiago quien será el primer mártir de la comunidad y Juan, quien pasará al menos setenta años de persecución) a un pequeño grupo “le muestra al menos por un momento su gloria”.
Moisés y Elías “hablan de con Jesús de lo que le pasará en Jerusalén” mientras su vestido “blanquísimo” refleja ya la gloria de la resurrección, la cual no llegará sino “después de la hora oscura de la cruz”.
Como dicho antes, el Señor “quiere animar con un adelanto del futuro” lo que espera a quien persevera en el camino no fácil de la conversión: ¡sigamos también nosotros la lucha de la Cuaresma, con muchas cruces que afrontar, con un combate que puede desanimarnos!.
No caigamos en la tentación que predican falsas iglesias de “quedarnos en el gozo de la visión” (Pedro quería quedarse en el monte Tabor, que era solo “parte del camino”) acompañemos al Señor a Jerusalén, viviendo nuestro propio Misterio Pascual, es decir, llegando a la vida nueva en el Resucitado sólo después de poder decir como San Pablo: “Con Cristo estoy crucificado para el mundo” (Gal 2, 19-20).
En un ambiente mundano “de verano, playa y jolgorio” vivamos nuestra Cuaresma con la seriedad pero también con la alegre esperanza de que oración, limosna y ayuno no siendo fáciles, nos garantizan con la Gracia de Dios el verdadero Cristo al que acompañamos “junto, muy junto a Él en la cruz, hasta la gloria del Padre” (San Buenaventura), y no dejemos de ser “misioneros de esperanza” para quienes o quieren quedarse en la montaña del gozo o pierden de vista que el camino estrecho de la Cuaresma lleva seguramente al gozo de la Pascua.