A un año y medio de la pandemia mundial del covid-19, la Buena Noticia del XII domingo del tiempo ordinario, invita a contemplar desde la memoria eclesial y mundial, la figura de Papa Francisco, solitario, caminante por la Plaza de San Pedro, el 28 de Marzo del 2020 (video), y a la vez a eco de la Palabra imperecedera del Evangelio: “Él se despertó, reprendió al viento y dijo al mar: <¡Cállate y enmudece!>. Entonces el viento cesó y sobrevino una gran calma” (Marcos 4, 39). En efecto, ante los cálculos fallidos mundialmente del fin de la pandemia, de los solo relativamente acertados pronósticos de sus consecuencias, ante la aún muy lejana “inmunidad de rebaño”, y ante los cuatro millones de fallecidos a la fecha y los muchos más millones de afectados espiritual y económicamente, la escena de la “tempestad calmada” ofrece con todo el horizonte cierto de la esperanza invencible.
Ante las catástrofes, claro, siempre es posible una doble reacción incluso para los creyentes:
1) El hundimiento físico y espiritual en el evento negativo: es decir, sentir todo el peso de la vulnerabilidad material y psicológica de las personas incluso del siglo XXI, tan lleno de logros tecnológicos, científicos, y también de espacios para los auténticos derechos humanos. Hundimiento que puede tener dimensiones profundas, insospechadas, ligadas a las crisis de la depresión, de la angustia ante un “enemigo invisible y universal” como solo en las películas de ciencia-ficción se había contemplado. Dicho extremo no deja de cuestionar la Fe hasta el fondo, según recita el anónimo poema irlandés del siglo XIX, aquel del hombre que regresa de la guerra y ve su mundo destruido, y se dirige a la pesadilla de esa guerra diciendo: “Te llevaste todo lo que tenía, mi norte, mi sur, mi esperanza… y temo que también te hayas llevado a mi Dios”.
No comprender este posible extremo sería inhumano, falto de solidaridad para con los millones que lamentan la pérdida de seres queridos, padres, madres, hijos, hermanos, amigos. En su mandato misionero de “acompañar por los caminos del mundo, el drama humano” no solo la Iglesia, pero ante todo ella, que ha visto cercana la presencia de un “Dios nunca ausente”, ella ha de acercarse a las heridas que quedarán en la pospandemia, muchas de ellas en el cuestionamiento de si Dios existe, ¿dónde ha estado?;
2) La segunda reacción es precisamente la contraria a la “fe que faltaba a los discípulos navegantes” que, teniendo a su Señor en la barca, caen presa del pánico, si bien acuden a él con reclamo: “¿No te importa que nos hundamos?”.
Una reacción desde la esperanza activa que brilla, y nutre la contemplación de Aquel que, estando en la misma barca, se sitúa y nos sitúa más allá de la tormenta, de la crisis sanitaria, de los retrasos en la vacunación, pero también de los temores, encerramientos y abandonos del prójimo. Acudir a Él, a su misericordia, como muchos en este mes del Sagrado Corazón, es recordar con Orígenes (184-253 d.C.): “Cuando nos golpeen las dificultades e incertezas, recordemos que Él nos hizo subir a la barca para llegar hasta la otra orilla, y hará que el mar vuelva a estar tranquilo”.
Que el nuevo Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Los Altos —Quetzaltenango/Totonicapán—, Mons. Juan Manuel Cuá, que será ordenado el próximo 24 de junio, sea, junto al Arzobispo M. Molina, “eco de la voz del Señor” que calma la tormenta, que infunde la esperanza y suscita la cercanía al que piensa erróneamente que la tormenta ha borrado en su vida la presencia de Dios.