Mensaje de Monseñor Víctor Hugo Palma, Obispo de la Diócesis de Escuintla
Queridos hermanos y hermanas:
Todos hemos visto en alguna ocasión la escena de un carro descompuesto: dentro está el conductor y detrás una o dos personas empujando el vehículo, intentando inútilmente darle la velocidad necesaria para que arranque. Se detienen, se secan el sudor, vuelven a empujar… y de repente, un ruido, el motor se pone en marcha, el carro avanza y los que lo empujaban suspiran con alivio. Es una imagen de lo que ocurre en la vida cristiana. Se camina a fuerza de impulsos, con fatiga, sin grandes progresos. Y pensar que tenemos a disposición un motor potentísimo (“¡el poder de lo alto!”) que espera sólo que se le ponga en marcha. La fiesta de Pentecostés debería ayudarnos a descubrir este motor y como ponerlo en movimiento.
El relato de Hechos de los Apóstoles comienza diciendo: “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar”. Había en el judaísmo una fiesta llamada Pentecostés y fue durante esa fiesta que descendió el Espíritu Santo. No se entiende el Pentecostés cristiano sin tener en cuenta el Pentecostés judío que lo preparó. En el Antiguo Testamento ha habido dos interpretaciones de la fiesta de Pentecostés. Al principio era la fiesta de las siete semanas, la fiesta de la cosecha, cuando se ofrecía a Dios la primicia del trigo; pero sucesivamente y ciertamente en tiempos de Jesús, la fiesta se había enriquecido de un nuevo significado: era la fiesta de la entrega de la ley en el monte Sinaí de la alianza.
Si el Espíritu Santo viene sobre la Iglesia precisamente el día en que en Israel se celebraba la fiesta de la ley y de la nueva alianza es para indicar que el Espíritu Santo es la ley nueva, la ley que sella la nueva y eterna alianza. Una ley escrita ya no sobre tablas de piedra, sino en los corazones de los hombres. Es muy lamentable, pero hoy en día existen personas inescrupulosas que difunden ideas equivocadas del Espíritu Santo, dicen que “hablan en lenguas” -pero nadie les entiende nada- personas que dicen que curan -pero lo único que hacen es sacarle el dinero a la gente- personas que se ven poseídas de ataques de euforia y dicen que eso es el Espíritu Santo. Hay que tener muco cuidado para no dejarnos sorprender por esos falsos mensajeros del Espíritu Santo.
Concluyo con una historia. A principios del siglo XX, una familia del sur de Italia emigra a los Estados Unidos. Como carecen de suficiente dinero para pagar las comidas en el restaurante, llevan comida para el viaje: pan y queso. Con el paso de los días y de las semanas el pan se endurece y el queso enmohece; en cierto momento, el hijo no lo aguanta más y no hace mas que llorar. Entonces sus padres sacan el poco sencillo que les queda y se lo dan para que disfrute de una buena comida en el restaurante. El hijo va, como y regresa bañado en lágrimas. “Pero si hemos gastado todo para pagarte un almuerzo ¿y sigues llorando?. Lloro porque he descubierto que el precio del pasaje incluía una comida al día, ¡y hemos pasado todo el tiempo a pan y queso!”. Muchos cristianos realizan la travesía de la vida “a pan y queso”, sin alegría, sin entusiasmo, cuando podrían, espiritualmente hablando, disfrutar cada día de todo “bien de Dios”, todo “incluido en el precio” de ser cristianos.
El secreto para experimentar aquello que San Juan XXIII llamaba “un nuevo Pentecostés” se llama oración. ¡Es ahí donde se prende la “chispa” que enciende el motor! Jesús ha prometido que el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan (Lc 11, 13). Entonces, ¡pedir! La liturgia de Pentecostés nos ofrece magníficas expresiones para hacerlo: “Ven, Espíritu Santo… ven, Padre del los pobres; ven, dador de los dones; ven, luz de los corazones. en el esfuerzo, descanso; refugio en las horas de fuego; consuelo en el llanto. ¡Ven Espíritu Santo!”.