Afirmaba el dramaturgo Moliere (1622-1673) que “uno debe examinarse a sí mismo antes de condenar a otros”. En efecto, en un mundo de confianzas rotas, sobre todo por la incoherencia de los conferencistas, de los autores de prédicas o arengas, de los que comprometen la cosa pública con intereses fatales, como el triste caso de las elecciones de las cortes, en estos casos la medicina imprescindible para sanar toda enfermedad es, ante todo, la confianza, unida a la verdad de reconocer lo que realmente se es, sin pretender engañar a los demás.
Tal es el motivo de fondo del mensaje del Papa Francisco para la 29ª. Jornada de Oración por los Enfermos, Memoria de la Virgen de Lourdes: “Ante la condición de necesidad de un hermano o de una hermana, Jesús nos muestra un modelo de comportamiento opuesto a la hipocresía. Propone detenerse. Escuchar, establecer una relación directa y personal con el otro, sentir empatía y conmoción por él o por ella, dejarse involucrar en su sufrimiento hasta llegar a hacerse cargo de él por medio del servicio (cf. Lucas 10, 30-35)”. En la Buena Noticia de mañana, el Divino Médico muestra sinceramente la mejor voluntad ante el “intocable por ley” —como dicen los capítulos 13 y 14 del Deuteronomio— porque su voluntad de curarle nace de su misericordia, no de un distanciamiento que ha reducido al enfermo a un número, a un espectáculo de show milagrero, o, peor aún, como suele tratarse en muchos planes de los gobiernos de los países, a un “problema económico”.
Por ello, la frase de Moliere encaja bien como exigencia, no solo para los agentes sanitarios todos, sino para toda persona involucrada por la fuerza en la pandemia actual. Se trata de “confiar en el enfermo” y de darle un rostro: “la enfermedad siempre tiene un rostro, no solo del enfermo, sino de quienes se sienten ignorados, excluidos, víctimas de las injusticias sociales que les niegan sus derechos fundamentales (cf. Encíclica Fratelli tutti 22).
La medicina mejor es la “confianza que nace del hecho de ponerse en el lugar del enfermo”, no solo en el servicio heroico de los médicos, enfermeros, agentes sanitarios, etc., sino de toda la comunidad: ella no debe clamar solo por la inmunización de la vacuna que la libre del virus y le permita “volver a lo de antes”, sino desarrollar esa medicina imprescindible de la confianza: que se sienta de parte del enfermo que en realidad se hace lo mejor por él porque se lo descubre como un “hermano”, como una parte de la misma persona que lo atiende. Es por ello que el ex leproso no pudo callar lo sucedido, sino que fue contándolo, pues descubrió a uno que fue capaz de tocarle y tratarle con confianza, con fraternidad.
Así “para que haya una buena terapia, es necesario el aspecto relacional integral, ese que suele decaer cuando los datos de la pandemia se reducen a cifras sin rostro, a millones perdidos en las terapias, en el nefasto negocio de las vacunas y, sobre todo, en la indiferencia, olvidando lo que fue dicho: “Entre Ustedes, todos son hermanos” (cf. Mateo 23, 8).
Que ante la crisis nacional, verdadera pandemia de desconfianza, la próxima Cuaresma tenga como “eje de conversión” la creación de confianza, no solo entre enfermos y comunidad, sino una clara decisión de “recuperar la salud integral” ante las pandemias de corrupción, violencia, trata de personas, etc. que crean un cuadro de angustia, con vacuna. Que el celebrado cariño del 14 de febrero consista en devolver la medicina mejor, la confianza, la que hace acercarse como el Buen Samaritano a toda persona, pues “sin la confianza no existe medicamento efectivo, y la vida se torna imposible” (Anton Chéjov, 1860-1904).