Queridos hermanos y hermanas:
Luego de su Ascensión al cielo, el Señor resucitado envió al Espíritu Santo como don de su Misterio Pascual: con gran alegría, celebramos hoy esa “venida del Espíritu Santo” a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, para que ella “viva en ese Espíritu una vida nueva como hijos de Dios”.
La Palabra de Dios nos presenta hoy el relato de Pentecostés, es decir la celebración agrícola de Israel cuando a los cincuenta días de germinada la semilla sembrada en la tierra se recogían las “primicias o primeros frutos”: ¡el Espíritu Santo es la primicia de la Resurrección de Cristo, recibámoslo nosotros con el corazón abierto”.
Según ese relato:
- El Espíritu es dado a la Iglesia cuando ella “se encuentra en oración”: la oración es la ventana para que Dios actúe en nuestra vida;
- El Espíritu “crea la unidad” en la diversidad: todos los que escuchaban el mensaje de los apóstoles, entendían la Buena Nueva, todo lo contrario del relato de Babel, ¡cuidemos que la soberbia, contraria al Espíritu divida la Iglesia en grupos rivales, en falsas comunidades llamadas “iglesias” como dice San Pablo, “Un solo Señor, un solo Espíritu” (cfr. Efesios 4, 1ss);
- El Espíritu Santo no viene para ser un “adorno” personal sino para cambiar la vida, para reorientarla, precisamente como dice la Segunda Lectura: “Los que viven de forma desordenada y egoísta no pueden agradar a Dios. Pero ustedes no llevan esa clase vida, sino una vida conforme al Espíritu”, ¡alejémonos del pecado, la mentira, el odio y la indiferencia, y pidamos al Señor el don de la Misericordia, para tener en nosotros “los sentimientos de Cristo Jesús” (Filipenses 2 5ss).
Así queridos hermanos, esta celebración de Pentecostés nos invita a una transformación interna, obra de la Gracia del Espíritu pero también de nuestra disponibilidad y libertad para secundar su acción con nuestro compromiso de vida.
Una vida como “morada, habitación o casa de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo” como lo promete Jesús en el Evangelio. Una vida donde ejercer la Misericordia es “cumplir en verdad el mandato del amor” que el Señor nos ha dejado.
Invito pues a todos a cultivar la misericordia como don del Espíritu: a suplicarla al Señor, a ejercerla en Familia mediante el perdón y a testimoniar en la Iglesia mediante la unidad, pues si bien hay en ella muchos carismas y cada uno tiene dones diferentes, no podemos atentar contra esa unidad en el amor.
Que las obras de misericordia tanto las físicas como las espirituales, sean fruto de la acción del Espíritu que nos hace “hijos misericordiosos como el Padre del cielo”.
Así nos lo conceda la intercesión de aquella que ya en el Cenáculo oraba con la Iglesia por la efusión del Espíritu: María, Madre de Misericordia, Templo del Espíritu desde que por su acción concibió en su seno a Cristo, Palabra eterna del Padre.