El proceso “judicial” etimológicamente corresponde al debate entre personas —individuales o jurídicas, valga la redundancia— para establecer la validez de los argumentos sobre una situación: ganar o perder el juicio equivale a la verificación -o no- de los argumentos de una de las partes. Claro, en la práctica “honesta” de un proceso judicial, la victoria la conduce un “buen abogado” acusador o defensor, que hace valer razonablemente los argumentos.
En la Buena Noticia del VI Domingo de Pascua, a 15 días de Pentecostés, Cristo promete “otro abogado” (en griego, “paráclito” o “consolador/fortalecedor”, del griego “paráklesis” o consolación/fortalecimiento) al estilo suyo que, puesto siempre en juicio por el mundo, se defendió con la Verdad (mayúscula) que era Él mismo: “Conocerán la verdad (su persona) y la Verdad los hará libres” (Juan 8, 32). Presencia sucesora suya en el mundo (entiéndase por mundo no el planeta o la sociedad, sino las fuerzas oscuras contra la vida y la verdad) la Iglesia “siempre está en juicio” mientras camina en el mundo “sin dejar de ser humana, proponiendo a los hombres el mensaje de la salvación” (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes 1).
Pero los problemas -no pocos- surgen cuando:
1) La acción del Espíritu Santo se reduce en el “pentecostalismo” a un espectáculo arqueológicamente imitador de las narraciones del Nuevo Testamento, es decir, claro que hay manifestaciones “espectaculares” del “Paráclito”, pero la mayor de todas es el ejercicio del amor/caridad que San Pablo señala en la 1 Corintios 13, ss: “Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles… si no tengo caridad, nada soy”. Es más fácil, claro, esa reducción del Espíritu a “noches de gloria, campañas de milagros fabricados», que vivir una ética llevada por el Espíritu que se sintetiza como “el que robaba, que ya no robe, el me que mentía que ya no mienta, etc.” (Efesios 4, 28-30) definida en su conjunto por la Tercera Parte del Catecismo de la Iglesia Católica: “La vida en Cristo”;
2) Cuánto se omite la demostración fundamental de la vida cristiana: el ejercicio de la caridad, al decir de Tertuliano (160-220 d. C) a los paganos de su tiempo: “Miren cómo se aman, mientras ustedes sólo se odian”. La afirmación de Cristo “si me aman cumplirán mis mandamientos” (por cierto, no mandó espectáculos, grandes ofrendas, ocupación de puestos políticos valiéndose de la Fe popular, sino solo mandó “amar”) pone una dificultad para la mentalidad actual: “¿Se puede amar por mandato?”. Seria dificultad, en cuanto se reduce hoy más que nunca el amor al sentimiento, a la emoción pasajera. Es así que la acción auténtica del Espíritu Santo es “aclarar qué es el amor”, según el modelo de Cristo, la entrega, la donación.
Acción que se “apaga” con el pecado (1 Tesalonicenses 5, 19), es decir, con reducirlo a las cosas que se dan, las palabras que halagan. Porque el amor es relación, “ninguna salvación puede reducirse al campo privado” (Gianfranco Ravasi). Así la Iglesia de los seguidores del Cristo mediante la acción del Espíritu siempre estará “en proceso judicial”, por la incoherencia de los predicadores del amor convertido en espectáculo y materialismo, por la politización incluso de la Fe a favor de ídolos de poder, tener y placer, por la ausencia real, en fin de una vida en el Espíritu.
Que por la intercesión hoy de la Virgen de Fátima, la maternidad celebrada este 10 de mayo, pero puesta actualmente bajo juicio con el falso derecho al aborto, ayude a vencer el “juicio” del mundo, “La Iglesia es mujer y es madre” afirma Papa Francisco (Santa Marta, 21 de mayo 2018) con una acción del “consolador/defensor” que por el ejercicio del amor y no por discursos cualifique el ser cristiano ante el escepticismo del mundo.