¡No rechacemos a los mensajeros de Dios!

Queridos hermanos:

En ocasiones encontramos a personas –o bien podemos ser nosotros mismos- que dicen: “He orado y el Señor no me responde” o “Antiguamente el Señor hablaba pero hoy no lo hace”. En realidad el Señor siempre ha hablado, manifestado su voluntad, lo que sucede es su mensaje ha sido rechazado o bloqueado por nuestros propios intereses que resultan opuestos a caminos del Señor: ¡aceptemos que el Señor sí nos habla, pero que no sabemos o no queremos escucharle!.

Hoy en la primera lectura el Señor envía al profeta Ezequiel a hablar en su nombre a un pueblo difícil, como bien los describe el mismo Dios “testarudos y obstinados”. La misión del profeta es difícil, pero no por ello la puede eludir o evitar: ¡el Señor nos manda a llevar su mensaje más allá de nuestra comodidad, porque él se interesa a fondo por los destinatarios!.

El salmo 122 bien parece recoger el examen de conciencia del pueblo que ha sido “rebelde y obstinado” a la voz del Señor al que se dice: “Ten piedad de nosotros, ten piedad”. Es un pueblo que admite que no ha fallado el Señor, sino el pueblo mismo se ha cerrado ante su mensaje.

Pero es el en Evangelio donde el mismo Jesús experimenta esa dureza de corazón y ese rechazo del hombre para escuchar el mensaje del Señor y acogerlo, dando lugar a la conversión:

  1. Llegando a su tierra natal, Jesús experimenta el rechazo comenzando porque los suyos no aceptan que “ese conocido, ese miembro de una familia lugareña” tenga sabiduría y autoridad; ¡cuàntas veces el prejuicio y la descalificación son el primer obstáculo para escuchar lo que nos quieren decir los enviados del Señor!.
  2. Como bien sabemos, cuando se dice que eran conocidos los hermanos y hermanas de Jesús, es porque en la lengua hebrea hasta el día de hoy se utiliza una misma palabra para indicar al hermano, como al primo o pariente cercano; nosotros mismos nos llamamos hermanos o hermanas, si bien en sentido espiritual.
  3. Jesús afirma algo muy cierto: “Ningún profeta es recibido en su propia casa”, con lo que nos previene a “hacernos sordos de los mensajeros de Dios que pueden estar muy cerca, en la familia, en la comunidad, pero hacia los cuales desarrollamos prejuicios, pues “los hemos visto crecer” o bien sus familias tienen algunos defectos o situaciones que nos resultan desagradables o poco fáciles de aceptar”; ¡escuchemos con atención el mensaje mismo superando nuestra gran capacidad para despreciar lo que nos parece conocido!.

Es así que hoy también nos dice San Pablo: “Para que yo no me llene de soberbia el Señor me ha concedido un aguijón” que se refiere a alguna enfermedad etc., como bien dice el Apóstol, para que “yo no me llene de orgullo”; ¡evitemos a los maxi predicadores, a tantos embaucadores que se predican a sí mismos!.

Vivamos pues una “conversión del corazón, de la mente, del espíritu” y aceptemos que tenemos una cierta “sordera” que puede hacernos la oportunidad de escuchar al Señor que nos habla por conocidos, por personas humildes, etc.

Nos sirve la advertencia de San Agustín: “Temo a Dios cuando pasa –y yo no lo atiendo, no lo escucho- porque puede ser que por mucho tiempo no vuelva a pasar”. Y vivamos la vocación misionera sin buscar a acogida o menos el aplauso del mundo, perseveremos como Ezequiel, o como los santos, en la misión cuya única recompensa es el mismo Señor.